De los cuatro puntos cardinales de la Tierra parten diariamente millares de viajeros humanos, hacia el país de la Muerte. Se van de ilustres centros de la cultura europea, de grandes metrópolis americanas, de viejos círculos asiáticos, de áridos climas africanos. Proceden de las ciudades, de las villas, de los campos…
Pocos vivieron en los montes de la sublimación, vinculados a los deberes que ennoblecen. La mayoría son menores de espíritu, en lucha por la conquista de títulos que exalten su personalidad. No llegaron a ser hombres completos. Hicieron la travesía de la humanidad en continua experimentación. Muchas veces, se perdieron en vicios de toda clase, demorándose voluntariamente en la insensatez. Pero, a pesar
de eso, casi siempre se atribuyen la indebida condición de “elegidos de la Providencia” y, endurecidos en tal suposición, aplicaban la justicia al prójimo, sin percatarse de sus propias faltas, esperando un paraíso de gracias para ellos y un infierno de interminable tormento para los demás. Cuando estaban perdidos en los intrincados meandros del ciego materialismo, confiaban, sin justificación, en que la tumba cerraría su memoria y, si seguían alguna religión, con raras excepciones, contaban, livianos e inconsecuentes, con privilegios que jamás hicieron nada por merecer.
¿Dónde albergar esta extraña e infinita caravana? ¿Cómo asignar la misma estación de destino a viajeros de cultura, posición y equipaje tan diversos? Ante la Suprema justicia, el salvaje y el civilizado gozan de los mismos derechos.
Pero, probablemente, estarán distanciados entre sí por la conducta individual, delante de la Ley divina, que distingue, invariablemente, la virtud y el crimen, el trabajo y la ociosidad, la verdad y la simulación, la buena voluntad y la indiferencia.
En la continua peregrinación desde el sepulcro, participan santos y malhechores, hombres diligentes y perezosos. ¿Cómo evaluar con un solo patrón recipientes tan heterogéneos? Considerando, nuestro origen común ¿no somos todos hijos del mismo Padre? ¿Y por qué motivo
fulminar con una inapelable condena a los delincuentes, si el diccionario divino inscribe en letras de fuego las palabras “regeneración”, “amor” y “misericordia”? ¿Promovería el Señor la esperanza entre las criaturas, mientras que Él mismo, por Su parte, desesperaría? ¿Glorificaría la buena voluntad entre los hombres, y se conservaría en la cárcel oscura de la negación? ¿El salvaje que haya eliminado a los
semejantes a flechazos, ha recibido en el mundo las mismas oportunidades de aprendizaje que goza el europeo súper civilizado, que extermina al prójimo con la ametralladora? ¿Estarán ambos preparados para el ingreso definitivo en el paraíso de bienaventuranza eterna tan sólo por el bautismo simbólico o gracias a un tardío arrepentimiento en el lecho de muerte? La lógica y el buen sentido no siempre se expresan con argumentos teológicos inmutables. La vida nunca interrumpe sus actividades naturales, por imposición de dogmas establecidos artificialmente. Y, si una simple obra de arte humana, cuyo fin es la enmohecida placidez de los museos, exige la paciencia de años para ser realizada, ¿qué decir de la obra sublime del perfeccionamiento del alma, destinada a glorias perennes?
A algunos hermanos encarnados les resulta extraña la cooperación de André Luiz, que nos proporciona informaciones sobre algunos sectores de los planos más próximos a la esfera física.
Ilusionados con la teoría del menor esfuerzo, inexistente en los círculos elevados, cuentan con su privilegio personal, sin ningún testimonio de servicio y distantes del trabajo digno, en un cielo de gozos contemplativos, exuberante de suave comodidad.
Preferirían la despreocupación de un lugar teatral en beatitud permanente, donde la grandeza divina se limitaría a prodigiosos espectáculos, cuyos números más sorprendentes estarían a cargo de los Espíritus Superiores, convertidos en actores de brillante vestidura.
La misión de André Luiz es, sin embargo, la de revelar los tesoros de que somos herederos felices en la Eternidad, riquezas imperecederas, cuya posesión jamás tendremos sin la indispensable adquisición de sabiduría y de amor. Para esto, no luchamos en milagrosos laboratorios de felicidad improvisada, donde se adquieran beneficios a un vil precio y alas ordinarias de cera. Somos hijos de Dios, en crecimiento. Bien sea en el plano de densas vibraciones, como es el físico, o en los de energías sutiles, como son los planos superiores, lo que marca nuestros
destinos es la evolución pura y simple a la claridad gloriosa y compasiva del Divino Amor, con Su indefectible justicia siguiéndonos de cerca.
La muerte no proporciona a nadie un pasaporte gratuito para la ventura celestial. No cambia automáticamente a los hombres en ángeles. Cada criatura cruza esa aduana de la eternidad con el exclusivo equipaje de lo que haya sembrado, y aprenderá que el orden, la jerarquía y la paz del trabajo edificante, son características inmutables de la Ley, en todas partes. Nadie, después del sepulcro, gozará de un descanso que no haya merecido, porque “el Reino del Señor no viene con apariencias externas”. Nuestros hermanos que vislumbran, en la experiencia humana, la escalera sublime, cuyos escalones hay que vencer al precio del sudor, con el provecho de las bendiciones celestiales, dentro de la práctica incesante del bien, no se sorprenderán con las narrativas del mensajero interesado en servir por amor. Ellos saben que no han
recibido el don de la vida para matar el tiempo, ni la dádiva de la fe para confundir a los semejantes, absortos, como se hallan, en la ejecución de los Divinos Designios. Pero, a los creyentes del favoritismo, presos en viejas ilusiones, aún cuando se presenten con los más respetables títulos, las palabras de este emisario fraternal provocarán descontento y perplejidad. Pero, es natural: cada labrador respira el aire del campo que escogió. Para todos, con todo, pedimos la bendición del Eterno: tanto para ellos, como para nosotros.
EMMANUEL
Pedro Leopoldo, 25 de marzo de 1947