El hombre moderno, investigador de la estratosfera y del subsuelo, tropieza, ante las puertas del sepulcro, con la misma aflicción de los egipcios, los griegos y los romanos de épocas pasadas. Los siglos que barrieron civilizaciones y refundieron pueblos, no transformaron el misterioso aspecto de la sepultura. Como un milenario interrogante, la muerte continúa hiriendo sentimientos y torturando inteligencias.
En todas las escuelas religiosas, la Teología, representando las directrices de patriarcas venerables de la fe, procura controlar el campo emotivo de los creyentes, acomodando los intereses más pasajeros del alma encarnada. Para eso, creó regiones definidas, intentando igualar las determinaciones de Dios con los decretos de los reyes medievales, labrados a base de audacia e ingenuidad.
Indudablemente, existen regiones de angustia punitiva y dolor reparador en las más variadas dimensiones del universo, así como vibran conciencias oscuras y terribles en los múltiples estados sociales, no obstante, el servicio teológico, en ese sentido, aunque, respetable, atento al dogmatismo tradicional y a los intereses del sacerdocio, establece el “non plus ultra”, que no atiende a las exigencias del cerebro, ni a los anhelos del corazón. ¿Cómo transferir inmediatamente para el infierno a la mísera criatura que se enredó en el mal por simple influencia de la ignorancia? ¿Que se dará, en nombre de la sabiduría Divina, al hombre primitivo, sediento de dominación y caza? ¿La maldición o el alfabeto? ¿Por qué conducir al abismo tenebroso al espíritu menos feliz, que sólo obtuvo contacto con la verdad, en el momento justo de abandonar el cuerpo? En ese mismo razonamiento, ¿cómo llevar al cielo, con carácter definitivo, al discípulo del bien, que apenas se inició en la práctica de la virtud? ¿Qué género de tarea caracterizará el movimiento de las almas redimidas, en la corte Celestial? ¿Se formarían apóstoles tan sólo para la jubilación obligatoria? ¿Cómo se hallaría en el paraíso, el padre cariñoso cuyos hijos han sido entregados a Satanás? ¿Qué alegría se le reservará a la esposa dedicada y fiel, que tenga a su esposo en las llamas consumidoras? ¿Sería la autoridad Divina, perfecta e ilimitada, tan pobre de recursos, a punto de impedir, más allá del plano carnal, el beneficio de la cooperación legítima,
que las autoridades falibles y deficientes del mundo incentivan y protegen? ¿Se negarían las posibilidades de evolución a los que atraviesan la puerta del sepulcro, en plena vida mayor, cuando en la esfera terrestre, bajo limitaciones de variado orden, hay caminos evolutivos para todas las formas y todos los seres? ¿Será la palabra “trabajo” desconocida en los cielos, cuando la naturaleza terrestre reparte misiones
claras de servicio, con todas las criaturas de la corteza planetaria, desde el gusano hasta el hombre? ¿Cómo justificar un infierno donde todas las almas gimiesen distantes de cualquier esperanza, cuando, entre los hombres imperfectos, al influjo renovador del Evangelio de Jesucristo, las penitenciarías son hoy grandes escuelas de regeneración y cura psíquica? Y ¿Por qué admitir un cielo, donde el egoísmo recibiese
consagración absoluta, en el gozo infinito de los contemplados por la gracia, sin ninguna compasión por los desheredados del favor, que cayeron, ingenuos, en las trampas del sufrimiento, si, entre las más remotas sociedades de los oscuros planos carnales se agrupan legiones de asistencia fraterna amparando a ignorantes e infelices?
Son preguntas oportunas para los teólogos sinceros de la actualidad. Sin embargo, no para los que intentan conjugar esfuerzos en la solución del gran e impenetrable problema de la humanidad. El Espiritismo comenzó el inapreciable trabajo de positivar la continuación de la vida más allá de la muerte, fenómeno natural del camino de ascensión. Esferas múltiples de actividad espiritual se introducen en los diversos sectores de la existencia. La muerte no extingue la colaboración amiga, el amparo mutuo, la intercesión reconfortante, el servicio evolutivo. Las dimensiones vibratorias del universo son infinitas, como infinitos son los mundos que pueblan la inmensidad del mismo.
Nadie muere. El perfeccionamiento prosigue en todas partes. La vida renueva, purifica y eleva los cuadros múltiples de sus servidores, conduciéndolos, victoriosa y bella, a la unión suprema con la Divinidad. Presentándoles el nuevo trabajo en que André Luiz comparece rasgando velos, recordamos que Allan Kardec, el inolvidable codificador, se refiere varias veces, en su obra, a la erraticidad, donde se estaciona un considerable número de criaturas humanas desencarnadas. Hay que tener en cuenta que, transferirse alguien del plano
físico para la erraticidad no significa ausentarse de la iniciativa o de la responsabilidad, ni vagar en un torbellino aéreo, sin directivas esenciales. Con el mismo criterio, observaríamos a los que renacen en el plano denso como personas transferidas de la vida espiritual a la materialidad, no simbolizando semejante figura cualquier inmersión inconsciente y estúpida en las corrientes carnales. Como sucede a los que llegan a la corteza de la Tierra, los que salen de ella encuentran igualmente sociedades e instituciones, templos y hogares, donde el progreso continúa hacia lo alto. En el comienzo de este libro, por lo tanto, nos corresponde declarar que André Luiz intentó proporcionar algunas noticias de las zonas de erraticidad que envuelven la corteza del mundo, en todas direcciones, comentando los cuadros emocionales que se trasladan del ambiente oscuro para las esferas inmediatas a las reflexiones y pasiones humanas. Una vez más aclara que la muerte es campo de secuencia, sin ser fuente milagrosa, que aquí o en el más allá el hombre es fruto de sí mismo, y que las leyes divinas son eternas organizaciones de justicia y orden, equilibrio y evolución. Naturalmente, la extrañeza visitará a los compañeros menos prevenidos y la sonrisa irónica surgirá, sin duda, en la boca, casi siempre brillante, de los impenitentes incorregibles, Pero, no importa. Jesús, que es el Cristo de Dios, recibió manifestaciones de sarcasmo de la ignorancia y de la liviandad… ¿Por qué motivo, nosotros, simples cooperadores de “otro mundo”, tendríamos que ser intangibles? Prosigamos, pues, en el servicio de la verdad y del bien, llenos de optimismo y de
buen ánimo, camino a Jesús, con Jesús.
EMMANUEL
Pedro Leopoldo, 25 de marzo de 1946.